
17-Marzo-2009
Número 3 - Año I - Junio-2004
Por Gabriela Cerruti Memoria libre
El desalojo de la ESMA, el campo de exterminio más emblemático de Argentina permite contar, por primera vez, el verdadero drama de los desaparecidos. Un país debate qué es lo que no puede dejar de mostrar un Museo de la Memoria único en América Latina. El pasado 24 de marzo, en Buenos Aires, un atroz campo de concentración fue convertido en territorio de la memoria. Ocurrió a pasos del Río de la Plata, muy cerca del estadio de River Plate, en un predio de diecisiete hectáreas ocupado hasta entonces por la Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA). Ese día y en ese lugar, delante de sesenta mil argentinos, el presidente Néstor Kirchner firmó los papeles que transformaron este predio militar en un Museo de la Memoria. Por la cantidad de padres, madres, hijos, hermanos y amigos de desaparecidos en la ESMA que presenciaron la ceremonia, es posible que haya sido el funeral más grande de la historia latinoamericana. Las madres más viejitas no siguieron al presidente. Aprovechando el portón abierto se metieron en la ESMA Todo empezó cerca del mediodía. Hacía calor y la gente se había amontonado en la entrada del predio, esperando que algo pasara. De pronto se abrió un pesado portón de hierro y apareció Kirchner. La multitud se le vino encima. En medio del desorden, el presidente avanzó hacia un escenario montado a pocos metros de allí, donde lo esperaban los artistas para empezar el homenaje programado. Las madres más viejitas no siguieron al presidente. Aprovechando el portón abierto se metieron en la ESMA para escaparle al agobio y descansar bajo la sombra de unos cipreses. Se abanicaron, se consolaron, cerraron los ojos y volvieron a abrirlos. De repente se dieron cuenta de que estaban allí, solas, frente a la puerta del Casino de Oficiales. Allí, en ese mismo lugar, casi veinticinco años atrás, sus hijos esperaron el momento en que los subirían a los aviones para ser arrojados, aún vivos, al Río de la Plata. Estaban solas en ese lugar, frente a esa puerta que imaginaban cerrándose detrás de sus hijos, como tragándoselos.
La multitud se oía lejos. Allí, en ese instante, había silencio. Y llanto. Una de las madres revolvió en su cartera hasta encontrar el teléfono celular. Marcó un número de muchos dígitos y esperó -todo mientras lloraba-, hasta que dijo: “Hija querida, ¿sabés dónde estoy? Adentro de la ESMA”. Su hija, sobreviviente del campo de concentración, la escuchaba desde su casa en Ciudad de México. El silencio duró poco. Primero se acercaron los hijos de los desaparecidos. Formados en hilera frente al umbral del edificio, cada uno esperó su momento para dejar un clavel rojo al pie de la puerta-lápida. Otros se fueron arrimando. De pronto era una multitud la que estaba allí, junto a las madres. Entonces se oyó un estruendo, golpes, gritos. Las puertas y las ventanas cedieron. Y fue la Bastilla. Las banderas de la revolución flamearon en el sitio mismo donde habían señoreado las capuchas, los grilletes y los instrumentos de tortura durante aquellos años de terror. Cantaron victoria y pintaron paredes. Se llevaron un libro, un mapa, una lapicera: pequeños trofeos del Día de la Toma. Una hora después sólo quedaba un cementerio de tumbas vacías, de cuerpos desaparecidos, de senderos vigilados por cipreses impertérritos. Un pañuelo blanco con un nombre y una fecha junto a una botella de agua mineral vacía. Para muchos, la ceremonia fue una conquista, un punto de llegada. Pero, en realidad, apenas se iniciaba un camino. Se fundó un museo que todavía no tiene guión, ni objetos, ni certezas acerca de los relatos que debe incluir. Un museo que no puede funcionar sin el diálogo necesario entre el Estado, la sociedad, las víctimas y los organismos de derechos humanos. LA DECISIÓN de cerrar una importante escuela militar para recordar las atrocidades que allí se cometieron no tiene muchos antecedentes, pero tampoco los tenía el terrorismo de estado que se aplicó en la última dictadura militar argentina, entre 1976 y 1983. Las dictaduras militares que se encaramaron en el poder, en momentos similares, en otras naciones del Cono Sur, compartieron con la argentina técnicas y estrategias represivas, con el apoyo encubierto de los Estados Unidos, a través del denominado Operativo Cóndor. Pero los militares argentinos lograron extremar los mecanismos de represión, alcanzando un nivel de aniquilación y perversión que no se vio en otros lugares de la región.
El secuestro y el asesinato sistemáticos de personas, sin que se conociera nunca su destino final -lo que dio lugar a la figura de los “desaparecidos”-, son el punto emblemático de los extremos a los que llegó la represión en la Argentina. Como también lo son el secuestro de bebés y la apropiación de los recién nacidos en cautiverio para entregarlos a familias vinculadas con las fuerzas de seguridad, cuando no se los quedaban los propios asesinos de sus padres. Aunque el horror no se puede medir, hay números que ayudan a entender: el Muro de la Memoria, en el Cementerio General de Santiago de Chile, registra cincelados en piedra los nombres de cinco mil asesinados por la dictadura de Augusto Pinochet. De ellos, mil no tienen fecha de muerte. Son los desaparecidos chilenos. Del otro lado de la Cordillera, la cifra de desaparecidos sin fecha ni circunstancias conocidas de muerte asciende a treinta mil. Y no incluye a los muertos en enfrentamientos con las Fuerzas Armadas. La ESMA fue en ese sentido una verdadera escuela. Por allí pasaron alrededor de cinco mil desaparecidos. Fue el lugar de acción de personajes emblemáticos del horror, como el “Tigre” Acosta, o como Alfredo Astiz, el joven marino que secuestró a dos monjas francesas y que se infiltró entre las Madres de Plaza de Mayo, simulando ser hermano de un desaparecido, para diezmarlas.
Allí, también, el temible almirante Emilio Massera intentó llevar adelante su proyecto político desde la jefatura de la Armada, usando como mano de obra esclava a los secuestrados, montando un sistema de castas, con premios y castigos. Todo en medio de una burocracia del terror sólo comparable a la de los campos de exterminio nazis. Allí funcionó un “pañol” para depositar los bienes saqueados a los desaparecidos. Y se montó una oficina para falsificar documentos con el fin de vender las propiedades de los asesinados. Desde allí, también, partían los “vuelos de la muerte”, o los camiones con pilas de cadáveres que eran quemados en el campo de deportes. Allí se montó la más importante de las maternidades clandestinas. EMILIANO LAUTARO HUERAVILO ALONSO nació en la ESMA. Su mamá, Mirta Alonso, estaba embarazada de seis meses cuando fue secuestrada. La atraparon en el velatorio de su abuelo. Los vecinos todavía se acuerdan: habían rodeado la manzana con tanques y patrulleros, como si estuvieran por realizar un gran combate. Todo para secuestrar a una mujer embara-zada que estaba en el velatorio de su abuelo.
Mirta parió a Emiliano en la ESMA en el invierno de 1977. La ayudaron unas compañeras. Sabía que se lo iban a sacar, porque ya había visto lo que pasaba después de los partos. Pero estaba segura de que iría a buscarlo en cuanto saliera, y que lo encontraría. Con un alfiler le marcó la oreja. Y en un papelito escribió el nombre que quería darle: Emiliano Lautaro. Emiliano, por Zapata; Lautaro, por el cacique mapuche Lautaro. Claro que eso no lo escribió. Escondió el papelito en sus ropas, y se despidió. Emiliano tiene hoy veintiséis años, una hija y un rostro moreno que podría hacerlo descender tanto del revolucionario mexicano como del cacique del sur chileno. Tuvo más suerte que otros chicos nacidos en la ESMA: no se lo apropió un militar. Lo salvó aquella marca en la oreja, aquel papel o esa carita oscura que no coincidía con las veleidades de la clase media argentina. Una jueza lo encontró, encontró a sus abuelos y los reunió. Sus padres nunca aparecieron. Emiliano presentó en estos días un documental sobre su historia: Con identidad propia. 30.000 vidas, una historia. En él cuenta cómo su búsqueda lo llevó a Madrid, donde viven las sobrevivientes de la ESMA que ayudaron a su madre en el parto. Allí escuchó de nuevo la historia de la marca y el papelito: “Ella estaba segura de que iba a salir y te iba a encontrar”. Y una revelación: “¿Qué día decís que es tu cumpleaños? ¿El 11 de agosto? No, vos naciste antes. Vos no podés haber nacido después de mediados de julio”.
Durante la última dictadura militar argentina, alrededor de 500 niños nacieron en cautiverio. Sus madres fueron preservadas con vida hasta el parto para luego ser asesinadas. Los apropiadores los criaron como hijos propios, negándoles su historia y su identidad. La búsqueda de las Abuelas de Plaza de Mayo ha logrado restituir a setenta y siete de esos chicos a sus verdaderas familias. En la ESMA, las madres parían con los ojos vendados y las manos esposadas. ¿Cómo mostrar esto en un museo? UNA COMISIÓN del parlamento norteamericano discutió durante diecisiete años sólo para ponerse de acuerdo sobre en qué lugar de Washington se emplazaría el Museo del Holocausto. Se decidió finalmente que debía alzarse frente a The Mall, la franja de parque que culmina en el Capitolio, junto a otros museos representativos de la historia nortea-mericana, asumiendo así el Holocausto como un hecho central de la historia nacional de los Estados Unidos. Los organismos de derechos humanos argentinos nunca dudaron de que la ESMA era el lugar donde debía construirse el Museo de la Memoria. Pero el debate público sobre los contenidos y el relato de ese museo todavía no ha comenzado. “Allí tienen que estar los fusiles que llevaban nuestros hijos”, anunció Hebe de Bonafini, la líder de las Madres de Plaza de Mayo más radicalizadas. “Tiene que haber escuelas de artes y oficios”, pidió la presidenta de Abuelas de Plaza de Mayo, Estela de Carlotto. Para los sobrevivientes, el lugar debe conservarse tal cual funcionó en la dictadura y no ser ni un museo ni un centro cultural. Debe ser lo que fue: un campo de concentración. El gobierno nacional, a través de su Secretaría de Derechos Humanos, acuerda en lo esencial con esta última postura: el lugar debe mostrar el funcio-namiento y los mecanismos del terrorismo de estado. El predio cuenta con treinta edificios y un campo de deportes. Si se destinara todo al Museo, sería una obra monumental, sólo comparable con Auschwitz, un complejo de 191 hectáreas que conserva todos los edificios en que funcionó ese campo de exterminio nazi. En América Latina no hay nada parecido. El mayor campo de concentración que funcionó en Santiago de Chile durante la dictadura de Augusto Pinochet, la Villa Grimaldi, fue destruido por los militares antes de abandonar el poder. El parque que allí oficia de memorial ocupa unas pocas manzanas.
La Asociación de Ex Detenidos le pidió al presidente argentino que todo el lugar se destinase al Museo, como una forma de mostrar la burocracia de la represión: no sólo el lugar en que los secuestrados estaban detenidos y eran torturados, sino también los lugares en que se guardaban los coches, las imprentas, los comedores. Esa pequeña ciudad sobre la que reinó el terror. Dice Graciela Daleo, sobreviviente de la ESMA: “Queremos poder expresar el funcionamiento de toda esa estructura, y también buscar la forma de expresar la resistencia de los compañeros. Porque queremos que se conozca lo que hicieron los milicos y también el sufrimiento de los compañeros. Pero está muy estereotipado el tema de las conductas y el lugar del heroísmo y la traición. Y nosotros queremos que se vea el horror en toda su complejidad”. Y ahí, en esa complejidad, surgen los puntos más difíciles de relatar. LA HISTORIA de la ESMA, como la de todo territorio situado en los márgenes de la condición humana, cuenta con sus héroes y sus mártires, pero también con sus cómplices y sus traidores. Resistencia y colaboración: las dos caras de las situaciones extremas. Una semana antes de la ceremonia de creación del Museo de la Memoria, el presidente Kirchner recorrió el lugar con un grupo de sobrevivientes del campo de concentración: le mostraron donde se torturaba, donde se hacía el trabajo esclavizado, donde se alojaba a los presos recién llegados. El presidente y su esposa, que militaron durante los años 70 en el peronismo universitario, y que han convocado al gobierno y a su proyecto político a los más importantes dirigentes vivos de la izquierda peronista, aseguraron que nunca en sus vidas los habían embargado una emoción y una angustia tan peculiares. Para los ex detenidos-desaparecidos la sola invitación fue un inicio de reparación. Son los protagonistas centrales de esa historia, pero hasta entonces su voz en la discusión sobre el futuro del recinto de la ESMA había sido marginal. La presencia de los sobrevivientes fue siempre una interpelación difícil de resolver. Ellos fueron los principales testigos en el Juicio a las Juntas que condenó a los ex comandantes, y fueron los encargados de dar a los familiares los únicos detalles que se conocen sobre el destino de las víctimas, empezando por los numerosos nacimientos clandestinos. Sin embargo, nada de eso alcanzó para despejar la bruma que los envuelve por el solo hecho de haber sobrevivido. La sospecha refleja sus propias culpas, sus propias dudas: “Nosotros siempre tenemos ese plus, que si estás vivo, por algo será”, admite Daleo; “es un cuestionamiento que el primero que se lo hace es uno mismo. Yo me preguntaba todo el tiempo qué estaré haciendo de malo para que no me maten”.
Daleo tiene cincuenta y seis años. Formaba parte de la organización armada peronista Montoneros. Fue secuestrada el 18 de octubre de 1977, cuando la sorprendieron en una estación del metro. Intentó en ese momento tragar una pastilla de cianuro para evitar la delación bajo tortura, pero no tuvo tiempo. Salió “definitivamente en libertad” -explica que ésa es la manera correcta de decirlo- el 20 de abril de 1979. “No quedamos vivos por algo que hicimos nosotros”, reflexiona, “a nosotros nos dejaron vivos para que habláramos, para aterrorizar, para ser multiplicadores del horror y predicadores del arrepentimiento.” El motivo formal por el cual la burocracia del exterminio la mantuvo viva en el campo de concentración fue su habilidad para escribir a máquina: transcribió desde trabajos escolares de hijos de militares hasta proyectos políticos. Durante los primeros años de la democracia -a partir de 1983-, el manto de sospecha que envolvió a los sobrevivientes fue funcional a ese relato que intentaba presentar a los desaparecidos como simples adolescentes con ideales, negándoles su verdadera identidad política y, en la mayoría de los casos, su pertenencia a organizaciones guerrilleras.
Los desaparecidos emblemáticos fueron entonces la joven estudiante sueca Dagmar Hagelin, una adolescente ingenua asesinada nada más que por visitar a una militante amiga, y los estudiantes secundarios que luchaban por el boleto de transporte estudiantil, secuestrados en un episodio que se conoció como la Noche de los Lápices. Claudia Falcone es quizá la protagonista central de esa historia, hecha best-seller y película. En el libro que noveló la tragedia, María Seoane y Héctor Ruiz Núñez relatan así el momento de su secuestro: “Claudia estaba cocinando toneladas de papas fritas. A media tarde fue a buscar a su madre al trabajo. Le pidió plata para comprar una lámina porque debía llevar un collage como tarea... A la madrugada, Rosa se acomodaba al sueño leve de sus setenta y ocho años cuando escuchó los golpes en la puerta. Vio las cabezas gachas de las chicas. Vendas en sus ojos. Vio a Claudia y María Clara forzadas a subir a un camión. El living había quedado desierto. Sólo unas láminas y el collage inconcluso sobre la mesa”. Esa historia es el núcleo de la película que hoy se difunde en las escuelas para que los alumnos comprendan lo sucedido en la última dictadura militar.
Sin embargo, Jorge Falcone, el hermano de Claudia, tiene su propia versión del mismo momento, y lo cuenta así en su libro La guerra más larga: “María Clara y Claudia corrieron escaleras arriba amenazando a los intrusos con abrir fuego... buscaron refugio en casa de la tía Tata, que descansaba ignorándolo todo... los matones tumbaron la puerta, encerraron a la sobresaltada dueña de casa en su habitación y redujeron a ambas dirigentes de la UES. Retirando la tapa plástica del botón del inodoro, recogieron un gancho del que pendía una bolsa de polietileno que protegía varias armas y algunas pepas”. A diferencia de Uruguay, donde la memoria de la represión no ha desconocido que ésta se centró en el grupo guerrillero Tupamaro, o de Chile, donde se sabía que, en general, las víctimas eran militantes de izquierda partidarios de Salvador Allende, los argentinos sólo conocieron sobre los desaparecidos y la represión de la dictadura a través de las Madres y Abuelas de Plaza de Mayo, un grupo de mujeres valientes que denunciaron en plena dictadura que las patotas militares les habían arrancado a sus hijos y nietos. Durante años las madres pidieron por sus hijos, las abuelas por sus nietos, y la sociedad se conmovió frente a esas tragedias familiares, despojándolas de su contexto político.
La aparición de los sobrevivientes con sus identidades, sus pertenencias políticas y sus historias de lucha armada quebraba ese relato, que parecía el único que la sociedad argentina estaba preparada para soportar luego de haber apoyado -en su inmensa mayoría- al gobierno militar. ¿Cómo mostrar esto en un museo? MIRIAM LEWIN tiene los ojos del color del tiempo. No había cumplido veinte años cuando fue secuestrada por un grupo armado de la Fuerza Aérea el 17 de mayo de 1977. Después de un año de aislamiento fue entregada a la Marina. Entonces la llevaron a la ESMA. Fue liberada definitivamente a fines de 1979. Hoy es una periodista reconocida por sus notas de investigación para la televisión. Junto a Munú Actis, Cristina Aldini, Liliana Gardella y Elisa Tokar, escribió Ese infierno. Conversaciones de cinco mujeres sobrevivientes de la ESMA (Sudamericana, 2001). Ese infierno cita a Primo Levi: “Muchas fueron las formas ideadas y puestas en práctica por nosotros para no morir, tantas como existen diferentes personalidades humanas. Todas implicaban una lucha debilitante de uno contra todo, y una suma considerable de aberraciones y compromisos. Sobrevivir sin renuncia de alguna parte del propio mundo moral, más allá de intervenciones poderosas y directas de la fortuna, les fue concedido sólo a unos pocos individuos superiores hechos de la materia de los mártires y los santos”. Dice ahora Miriam Lewin: “Nadie sobrevivió ahí sin haber mentido, nadie sobrevivió diciendo ‘Montonero hasta la muerte’, ‘Patria o muerte’, o ‘Viva Perón’. Nadie”.
Y dice: “Yo quiero que en la ESMA se cuente todo, todo. Basta de ocultar. Contemos que hubo parejas entre secuestradores y secuestradas. Contemos que nos sacaban a cenar, que nos dejaban en visita familiar y ellos se iban y nosotros no nos escapábamos. Y expliquemos por qué no nos escapábamos”. ¿Por qué no se escapaban? “Porque tenías setenta compañeros ahí adentro, porque yo tenía un hermanito de trece años en ese momento, y ellos se ocupaban de decirte constantemente que a la familia tal la habían limpiado toda. Porque no tenía documentos, ni plata, ni a dónde ir”, contesta Lewin. Daleo ofrece otra explicación: “Yo no me fugué, sencillamente, porque no pude vencer el miedo a la fuga”. Los marinos de la ESMA establecieron un sistema de castas dentro del campo de concentración: el “mini staff ”, el “staff ”, y los que seguían el circuito infernal de secuestro, tortura y asesinato. Los miembros del “mini staff ” no fueron más de veintitantos entre miles de secuestrados. “En el mini staff estaba la gente que gozaba de un mayor grado de confianza. Los nominaban ellos, por conducta o por antigüedad, o por la cantidad de gente a la que habían entregado. Paradójicamente, corrías menos peligro hablando con sinceridad sobre ciertos temas con algunos marinos que con la gente del mini staff. Eran tipos que, por ejemplo, sabían la información que podría traer algún compañero, y podían insistir para que ese compañero fuera interrogado sobre esa cuestión. A veces estaban en las sesiones de tortura y decían: ‘Vos, hijo de puta, participaste en tal operativo’ ”, explica Lewin. Máximo Nicoletti era un importante jefe montonero. Pero en la ESMA cumplió otro rol, recuerda Daleo: “Adentro fue activísimo, fue un terrible colaborador. Fue un verdugo de sus compañeros. Y después salió en libertad, se asoció comercialmente y opera-tivamente con los milicos. Fue con los marinos a Algeciras en la época de la guerra de Malvinas, porque era buzo táctico, y participó en un operativo para intentar volar una fragata de los ingleses. Precisamente él, que cuando era montonero había volado una fragata de la Marina”. El “staff ” estaba integrado por todos los prisioneros que eran reclutados como mano de obra esclava: los marinos los obligaban a trabajar para sostener la infraestructura del campo, pero también para sus planes políticos: albañiles, fotógrafos, falsificadores de documentos, traductores. Entre ellos estaban Lewin y Daleo. Les asignaban tareas, las hacían trabajar. “Eso era lo que te hacía ir como durando ahí adentro, dentro del plan de estos tipos de dejar gente viva”, explica Daleo. “Creo que en el fondo yo sentía que no estaba haciendo nada que significara algo irreparable o verdaderamente significativo para ellos. Lo cual no quiere decir que a veces no me preguntara si eso, de última, no era colaborar, ni que no me lo pregunte hoy.” También hay otras historias de la ESMA, historias que han sido narradas una y mil veces en estos años: en los tribunales, en los libros, en el cine, en las mesas de café. Pequeñas historias de resistencia, de valentía, de solidaridad, de entrega, de heroísmo. Otro ex miembro del “staff ”, Víctor Basterra, secuestrado junto a su bebé de meses, cuenta: “Lo que uno también vivió ahí adentro fueron los momentos de fuga, esos momentos mínimos, chiquitos, de solidaridad, de acompañar a un compañero que estaba lastimado, de arriesgarse a que te caguen a palos, esas cosas que son de dignidad y profundamente humanas. Pequeñas formas de resistencia”.
Hubo héroes y villanos, pero también fueron muchos los grises y claroscuros. “Una cosa es la gente que cantó [reveló información] bajo tortura. Esa gente no colaboró: cantó bajo tortura”, opina Lewin. “Yo establecería la línea, en trazos muy gruesos, entre los que se pasaron de bando y los compañeros a los cuales con el dolor físico, con la desesperación, les arrancaron algún dato”, sugiere Daleo. ¿Cómo mostrarlo en un museo? LOS GOBIERNOS de Chile y Uruguay eligieron construir la verdad histórica de lo sucedido durante las dictaduras militares mediante Comisiones por la Verdad (la Comisión Rettig y la Mesa de Diálogo, en el caso chileno; la Comisión por la Paz, en el uruguayo) que no siempre buscaron justicia. En el caso argentino, el Juicio a las Juntas, primero, y luego el sinnúmero de causas abiertas por los familiares de las víctimas y los representantes de los organismos de derechos humanos, marcaron una búsqueda jurídica de la verdad. Como sostuvo el presidente Kirchner en el acto de la ESMA: “No hay verdad sin justicia y sin memoria”. De allí que buena parte del relato del Museo esté en las causas judiciales. En la Causa ESMA, fundamentalmente. Pero también en otras causas que esperan que la Corte Suprema dicte la inconstitucionalidad de las leyes absolutorias de “obediencia debida” y de “punto final”, y también en las Causas por la Verdad que se llevan adelante en distintos juzgados de todo el país. Pero hay otro relato que no aparece allí, y que es central para la reconstrucción que pretenden hacer los organismos de derechos humanos. Es el del proceso social y económico que llevó a la matanza, y de sus consecuencias que perduran casi treinta años después. “Va ser difícil hacer el relato de la ESMA sin escribir primero la historia de la militancia en este país”, le advirtió al presidente su secretario de Derechos Humanos, Eduardo Luis Duhalde, en una de las tantas tertulias en que imaginaban cómo se plasmaría el Museo de la Memoria. Para que la ESMA se convierta en un verdadero santuario de la memoria colectiva, no bastará con mostrar el horror: habrá que contar lo que no se dice, porque es lo que más duele. 19
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