
19-Marzo-2009
Número 17 - Año I - Junio-2007
Por Jéssica Fainsod El rey de la soja
Reforma agraria y revolución en la era de la biotecnología definen a Gustavo Grobocopatel, a quién no le gusta que le digan "rey de la soja" porque es su segundo productor en Argentina. Sin embargo, es el primer productor de trigo. “Hoy vivimos una revolución, una revolución como el marxismo”, dice Gustavo Grobocopatel, (a) el Rey de la Soja, a quien no le gusta que le digan así, sino, en todo caso, el Rey del Trigo. Sea una cosa o la otra o las dos juntas, es mucho en un país como Argentina, conocido como el Granero del Mundo, tercer productor mundial de soja y quinto de trigo. Por algo, Grobo ―como le dicen― es uno de los empresarios y “personajes del momento” en el Cono Sur, de ésos que salen todos los días en los medios, por cuestiones que van desde las ventajas de los nuevos combustibles biológicos (a base de soja, claro) hasta el conflicto en Medio Oriente. Gustavo Grobocopatel es un terrateniente atípico. El 80 por ciento de la tierra que siembra no es suya. La alquila. “De cien mil hectáreas, sólo 15 mil son propias. Soy un sin tierra”, ríe provocativo el sin tierra mientras observa su tierra desde el ventanal de su modernísima oficina en Carlos Casares, su pueblo natal, sede de sus negocios y su espacio familiar. Un emperador diferente, de 46 años, casado hace dieciséis con Paula Marra, de 43 años, padre de tres hijos y dueño de Florencia, perra de raza. Con 15 de los 28 millones de hectáreas cultivadas de Argentina, la soja hoy es por lejos el cultivo número uno en ese país. Y Gustavo Grobocopatel es, a su vez, su “cultivador” número uno. Más que eso. Es uno de los empresarios argentinos más exitosos, conocidos e innovadores, y con una cuenta bancaria que ayudaría a pagar la deuda externa de varios países. “Sí, soy un sin tierra. Los sin tierra son gente que quisieran tener tierra. Pero yo disfruto de no tenerla, y ellos lo padecen”, dispara.
Al comienzo del año pasado, Argentina desembolsó en un solo pago los nueve mil millones de dólares que le debía al Fondo Monetario Internacional. Según explica Grobo, “le pagamos al FMI con el dinero que significa una cosecha de soja”. Sin embargo, Grobocopatel prefiere seguir echando raíces donde nació: Carlos Casares, un pequeño pueblo, casi ciudad, de casas bajas y sólo dos edificios, donde viven unos 20 mil habitantes, a 305 kilómetros de la Capital Federal. Allí, en Casares, su apellido es un símbolo, casi una escarapela. No sólo en Casares. Tiene negocios en toda Argentina, y en Uruguay, Paraguay y, próximamente, en Venezuela. También exporta sus productos a América, Europa y China. Especialmente a China, que compra el 40 por ciento de la producción de soja del mundo. “¿Es el rey del trigo o de la soja?”, le pregunto mientras me ceba un mate, la bebida más popular en Argentina. “Siembro el 40 por ciento de la soja, el 30 del trigo y el 30 del maíz y el girasol del país. No soy el productor más grande de soja. Por eso no me gusta que me digan el Rey de la Soja. Pero sí soy el mayor productor de trigo de Argentina. Tengo dos molinos harineros, soy un industrial del trigo. Pero no me gusta el adjetivo de ‘rey’”.
Eso dijo: “adjetivo”. ―¿Cómo “adjetivo” de rey? ―Es que, en todo caso, soy el rey del trigo. Pero en este país es despectivo que te digan que sos un rey, porque el éxito está mal visto. En Argentina se cree que las relaciones no pueden ser de mutuo beneficio, que no se puede ganar-ganar. Siempre piensan: ¿a cuántos habrá jodido este tipo? Esta vez, la que sonríe soy yo. Me viene a la mente la frase de Mafalda, el ya legendario personaje de Quino: “Para amasar una fortuna hay que hacer harina a los demás”. La digo en voz alta. Grobo se ríe y le brillan los ojos verdes. “No. Ésa es una forma de ver los negocios más propia de otra época. En esta nueva sociedad es imposible generar relaciones donde alguien pierda.” Eso dijo: “imposible”. “Es que el secreto de la competitividad y su éxito está en la capacidad de generar confianza, capital social y relaciones mutuamente beneficiosas”, explica meticuloso, didáctico. “A mí me va bien porque cada vez tengo más clientes nuevos y no pierdo los clientes viejos. Mi balance siempre es positivo.”
Muy positivo: sólo en el primer semestre del año pasado, Grobo Agropecuaria ―la empresa originaria, que se dedica al acopio y la producción agrícola y ganadera―, facturó US$ 12.900.300. Y el grupo Los Grobo, que nació en el año 2003 y que reúne varias empresas con muy diversas actividades, facturó US$ 145.740.441. “El rey de la soja es un mote que me pusieron en un artículo periodístico. No vivo como un rey, no pienso como un rey, ni me visto como un rey. Mis hijos van a una escuela pública y gratuita. Y acá me ves, con jeans, camisa y zapatillas blancas. Me relaciono con todos y atiendo a todos. Recibo más de 150 mails por día y los contesto yo. Me gusta la música, canto a Atahualpa Yupanqui, hablo de revolución y soy judío. Para la oligarquía vacuna soy ‘el judío’”, acusa Grobo. Y vuelve a izar su revolución del conocimiento con el fervor de un pastor, si no evangelista, socialista en su caso. Con vehemencia habla de la facilidad de eliminar la pobreza. Es más, dice que el hambre no debería existir en Argentina. Que hay trabajo para rato en el campo. Habla de la revolución bolivariana. Pregona los beneficios de la soja, las bondades de la siembra directa, que permitió dejar de arar la tierra y que los suelos no se degraden con la erosión del viento y de la lluvia. Y subraya el peligro de la ignorancia. El que lo dice es uno de los empresarios más ricos de Argentina.
En 1991, Grobo empezó a desarrollar el concepto de una agricultura bajo contrato y la singular idea de un agricultor sin tierra. “Esta sociedad nueva no necesita tener la propiedad de determinados medios de producción para poder producir. Marx hablaba del capital, el trabajo y la tierra. Ahora podés producir sin tener capital porque te lo prestan. Sin tierra, porque la podés arrendar. Y sin trabajar, porque podés tercerizar. La nueva sociedad es así. Sólo van a subsistir quienes lo entiendan.” Y los Grobo lo entendieron. De hecho, la historia de la empresa, que es también la historia de la familia y viceversa, empieza en 1912, cuando Abraham Grobocopatel y su hijo Bernardo llegaron a Argentina desde Besarabia, al sur de Rusia, de la mano del Barón Maurice Hirsch, fundador de la Jewish Colonization Association. La organización del Barón Hirsch ofrecía a los judíos pobres y perseguidos en Europa Oriental emigrar y establecerse en colonias agrícolas argentinas. Ése fue el origen de los famosos gauchos judíos. En homenaje al Barón, la colonia judía de Carlos Casares se llamó Colonia Mauricio. Así fue como el bisabuelo y el abuelo de Gustavo plantaron su semillita.
El abuelo Bernardo se casó con Paulina Selser y tuvieron tres hijos: Jorge, Samuel y Adolfo, el futuro papá del futuro “Rey”. Bernardo fue contratista rural y productor de pasto seco. Adolfo hizo todo tipo de tareas rurales, incluyendo arrear bueyes, cargar pasto seco y manejar tractores y camiones. Al morir, el bisabuelo de Gustavo, don Abraham, les dejó a sus tres hijos 146 hectáreas. Quince años después, ya poseían cuatro mil quinientas. No por nada, en un estante de su oficina, contigua a la de su hijo Gustavo, Adolfo exhibe ―junto a las fotos de su mujer Edith Feler, sus cuatro hijos, su nuera, sus tres yernos y sus catorce nietos― el mismísimo cuaderno donde Abraham, su padre, anotaba con lápiz las cuentas, ingresos y egresos de la naciente empresa familiar. Y recuerda las lágrimas y los abrazos del día en que las hectáreas llegaron a ser cien. Adolfo fundó los Grobo en 1984, después de disolver la sociedad que tenía con su hermano, el tío Jorge. Fue cuando Gustavo se recibió de ingeniero agrónomo a los 21 años y llegó al pueblo con propuestas tales como informatizar la empresa y sembrar soja. “Jorge no aceptó esos cambios y fue un buen momento para separarnos: gozábamos de buena salud física y económica”, recuerda Adolfo, que hoy enfunda sus atléticos 69 años en un jogging verde soja, el color de sus ojos.
Jorge, por su lado, fundó Grobocopatel Hermanos, y es dueño de la mayor planta de silos de Latinoamérica, levantada a pocas cuadras de la plaza del pueblo. Y así es como Carlos Casares es sede de dos empresas que son dos ramas del mismo tronco familiar: los Grobo, fundada por Adolfo, y Grobocopatel Hermanos, fundada por Jorge. Sin embargo, la rama más fuerte es la de Adolfo y su hijo Gustavo, nuestro héroe: es el que logró que el logo de los Grobo esté diseminado por todo el pueblo. “La Colonia Mauricio fracasó. Nosotros fuimos la excepción. Mi abuelo Bernardo no se fue porque era tan pobre que no podía irse”, reflexiona Gustavo, el nieto del inmigrante que, tres generaciones después, logró asociar su apellido con el éxito. Gustavo Grobocopatel ―el que termina siendo para todos el único Grobo de esta historia― se recibió en 1983 de ingeniero agrónomo en la Universidad de Buenos Aires. Siendo docente en Manejo y Conservación de Suelos, se fijó en una alumna, Paula Marra, vecina del coqueto barrio porteño de Belgrano. “Me había puesto una mala nota, fui a protestarle y... comenzamos a salir”, recuerda esta mujer que tiene la sonrisa fácil y es especialista en narrar su historia familiar, la de su marido, la de su suegro, la de la soja. Paula tiene el cabello castaño, ojos marrones y estatura mediana, en claro contraste con el metro noventa de su señor esposo. “Cuando la conocí era un poco militante de izquierda”, recuerda él. El tema de ser “un poco de izquierda” es, aparentemente, como la revolución que tanto cita Grobo: “un poco de revolución”. “Hace quince años que estamos juntos y estamos cada vez mejor. Mi mujer es muy particular, humanista y medio anarquista, con mucha intuición y percepción”.
El currículo de Gustavo incluye estudios sobre los sistemas de producción europeos y sobre la agricultura en Estados Unidos. En 1989 comenzó a utilizar la siembra directa, la “revolución tecnológica”, como la llama. En 2004 recibió el Premio al Mérito Domingo Faustino Sarmiento, otorgado por el Senado de la Nación Argentina a las personalidades que se destacan por su aporte a la comunidad. Daniel Scioli, actual vicepresidente de Argentina, lo definió como “el fundador de la nueva burguesía nacional”. Mientras me hace escuchar una grabación inédita donde canta (y no lo hace mal) a clásicos argentinos como Carlos Guastavino, Grobo cuenta que tiene clase de canto todos los miércoles, desde los 18 años, con Lucía Maranca, reconocida maestra de cantantes profesionales y pianista. Es la viuda de Carlos Iraldi, el luthier de Les Luthiers.
“Antes viajaba a Buenos Aires sólo para esa clase y me volvía. Ahora me busco otras cosas para hacer.” Hace unos años sacó Pampa, el segundo CD de su trío Cruz del Sur, con temas del folclorista argentino Atahualpa Yupanqui. También hizo un video-clip institucional de la empresa, donde se lo escucha cantar con ritmo folclórico una letra que describe sus negocios, mientras se suceden fotos color sepia de la familia junto con imágenes a todo color de sus campos y molinos. También se oye la voz de papá Adolfo sentenciando: “Ahora el gaucho es moderno: tiene página de Internet”. Lucía Maranca recuerda que “al principio, su papá me miraba muy mal. No entendía por qué su hijo hacía 600 kilómetros todas las semanas para tomar clases de canto de cincuenta minutos. Tenía miedo de que lo desviara y se convirtiera en un artista. En cambio, la madre estaba encantada. Ahora ambos se sientan en primera fila para escucharlo”, cuenta la maestra de canto con su antiguo acento italiano. En Europa llaman “alimentos Frankenstein” a los cereales transgénicos. En Argentina, Gustavo Grobocopatel es su principal defensor. Obtenido mediante la moderna ingeniería genética, se trata de un grano que le pone el pecho a la sequía, al frío, en fin, a la naturaleza. Una superplanta, dicen unos. Un germen de monstruo, dicen otros. Grobo sería algo así como el Doctor Wolf von Frankenstein local, el papá de las semillas Frankenstein latinoamericanas. O un visionario y un benefactor. Quién sabe. Mientras tanto, es el presidente de la empresa de biotecnología Bioceres, que hace poco se asoció con Biosidus, la firma que clonó la primera vaca en estas latitudes. Y es también el director y fundador del Instituto de Biotecnología de Rosario.
Argentina es el segundo país del planeta, después de Estados Unidos, en cuanto a superficie sembrada con semillas genéticamente modificadas. Es que en 1996 un decreto nacional abrió la puerta a la libre producción de la semilla de soja transgénica en el país, y desde entonces la producción de este producto batió todos los récords. Según Hernán Giardini, coordinador de la campaña de biodiversidad de Greenpeace Argentina, “el país produce 43 millones de toneladas de soja y apunta a llegar pronto a 100 millones. Si esto sucediese, perderíamos la mitad de los bosques. De hecho, la expansión de la soja se hace talando 250.000 hectáreas de bosque nativo por año”. Hasta la reina Beatriz de Holanda se preocupó por la revolución tecnológica del campo argentino cuando llegó a Buenos Aires en abril de 2006. Se reunió con Gustavo Grobocopatel y otros representantes de la Asociación de Siembra Directa y preguntó si la soja transgénica hacía daño a la salud. Le dijeron que no, claro. Entonces preguntó más: “Ya que están tan interesados en el biodiésel, ¿qué va a pasar cuando tengan que elegir entre una agricultura para la producción de alimentos y otra para la producción de energía?”, disparó la reina. La bala siguió de largo. Nadie la atajó.
Si al petróleo lo llaman el oro negro, al biodiésel habría que decirle petróleo verde. Es la futura mina de oro que reemplazará paulatinamente, se dice, al cada vez más escaso gasoil. En abril de 2006, Argentina sancionó la ley nacional 26.093, que establece que a partir de 2010 los medios de transporte sustituirán el cinco por ciento de las naftas y el gasoil con componentes derivados de origen agropecuario. En el caso del gasoil, el reemplazo es el biodiésel, y en el caso de la nafta o gasolina es el etanol. En la Unión Europea ese porcentaje rige desde el año pasado. Pero Europa tiene cultivos que no alcanzan a cubrir el 60 por ciento de esa demanda. El resto debe importarlo. Por ejemplo, de Argentina. Claudio Molina, presidente de la Asociación Argentina de Biodiésel, calcula que, para cubrir en 2010 las necesidades de biodiésel, se necesitarán 635.000 toneladas de soja, el doble de lo que se produce actualmente. La tendencia es clara. En 1995 había cinco millones de hectáreas sembradas con soja en Argentina. Hoy son 15 millones, más de un tercio de sus exportaciones. Como el negocio es más rentable, quienes engordaban sus bolsillos engordando vacas prefieren ahora el negocio de la soja al de los bifes.
Hoy la soja cubre la mitad del área agrícola y los suelos padecen la falta de rotación. Si no se reglamenta la producción de otros cultivos que también proveen aceite, la degradación del suelo será más profunda. Además, los especialistas dicen que donde se utiliza la siembra directa continua, el suelo se convierte en materia inerte. “Con la siembra directa se acabó la limpieza del suelo. Y esto repercute muy fuerte en el cultivo de arándanos porque, como la tierra no se labra, los insectos del suelo no quedan expuestos a sus enemigos naturales: los pájaros. Entonces, proliferan los gusanos blancos que atacan a otros cultivos, como el de arándanos”, explica el ingeniero agrónomo Manuel Parra, presidente del laboratorio de biotecnología Cuinex. Los que saben, aseguran que el problema del cultivo de la soja deriva de la miopía de su agricultor. “Y de la política que apliquen los gobiernos. La soja se parece a la minería, porque saca y no devuelve nada al suelo. Por eso es importante que haya diversificación de la producción. Por cada cosecha de soja, sólo se repone un 35 por ciento de los minerales que el suelo aportó. Y esto se hace por vía de la fertilización. La única manera de reparar naturalmente las pérdidas minerales de la tierra es usar el campo cinco años para agricultura y otros cinco para la ganadería. Las tierras que se le ganan a los bosques no son tierras aptas para agricultura. Sólo aguantan diez años. Entre 1998 y 2002 desaparecieron 103.454 productores. Hoy, desaparece un productor cada seis horas, porque pierde la tierra que alquilaba o termina arrendándosela a productores sin tierra a los que no les importa ni la tierra ni la estructura social”.
El que lo denuncia es nada más y nada menos que Eduardo Buzzi, presidente de la Federación Agraria Argentina y también productor de soja. El abuelo Bernardo enseñaba que todos los días había que hacer un negocio nuevo, el negocio nuevo de cada día. Y Gustavo resultó su mejor alumno. El día anterior a nuestro primer encuentro había viajado cientos de kilómetros en auto (“es que se me rompió el avión...”) para inaugurar una planta avícola en Río Cuarto, Córdoba. “Con esa planta les voy a dar trabajo a 400 personas de forma directa y a cinco mil de forma indirecta. Debería inaugurarse una planta avícola por semana. Y así se podría crear un pueblo por semana”, pregona. Y aunque habla como un candidato político, dice que no está en su horizonte serlo. Prefiere realizar políticas públicas como empresario privado.
Las oficinas de los Grobo están en un moderno edificio metalizado, de 1.600 metros cuadrados de superficie, incrustado en medio del campo. Tiene paredes transparentes para que “la mirada no se detenga ante nada”, explica Gustavo. A esta arquitectura la apoda “estilo criollo innovador”. Los ventanales ofrecen vista al campo por un lado y a la ruta de acceso por el otro. Un par de cuadros de Molina Campos, clásico pintor gaucho y costumbrista del campo argentino, contrastan con el estilo “criollo innovador”. También hay grabados de Gabriela Grobocopatel, su hermana, artista plástica y encargada del marketing de la empresa. En una mesa hay una pila de diarios y revistas con artículos de Grobo, su foto sonriente a lo Mona Lisa. En un edificio vecino hay un auditorio de capacitación multimedia para 200 personas, y un centro de comunicación donde se realizan videoconferencias con cuanto punto estratégico del universo agroindustrial se pueda, a través de una red de 1. 500 pequeñas y medianas empresas (y no tan pequeñas ni medianas también) que están en contacto y trabajan con los Grobo.
El box de Paula, la mujer de Gustavo, está muy cerca de la oficina de su marido. Allí la encuentro con un profesor de gimnasia, con el que estudia cómo implementar el programa Cinco al día. “Que no es lo que te imaginás”, se ataja, pícara: “Es una dieta pensada para que podamos comer sano, incorporando verduras y arroz”. Y me cuentan que hay un problema habitacional muy grande en Casares: faltan casas para hospedar a los empleados de la empresa. En las oficinas y plantas de Carlos Casares son 80 y en los Grobo, en general, unos 400 empleados directos. Para resolver el problema de la vivienda, compraron dos terrenos nuevos donde piensan construir los Barrios Mayas I y II. Pero la obra está detenida, porque una familia usurpó uno de los terrenos. El asunto da que hablar en el pueblo. Hay quien dice que fueron con una topadora, que les ofrecieron una casa en otro campo, que la familia no aceptó porque espera más, que los Grobo son “codito-codito” (tacaños), que hacen todo por interés, que pagan bien pero cansan a su gente, y no falta quien le dé al asunto un toque antisemita. Es que los Grobo son judíos. Pueblo chico, infierno grande. Muchos empleados contratados por la empresa llegan a Casares solos. Después traen a su pareja. Y en general se les da trabajo a ambos. El área de Gestión de Talentos ―así bautizada por Paula, su directora― se encarga de resolver los asuntos familiares del personal, como, por ejemplo, el tema de la falta de guarderías. “Hace poco hubo nueve embarazadas a la vez. Pensábamos que era el agua”, bromea una empleada.
La mayoría de los operarios rondan los 35 años y no son lugareños porque, según explican, es muy difícil conseguir personal capacitado. Los que son solteros viven en casas de la empresa en el pueblo: una para las mujeres y otra para los varones. Queda pegadita al impactante chalet de papá Adolfo, donde los obreros juegan partidos de básquet y de fútbol en las canchas que hay en el fondo de la casa. “En el deporte se conoce a la gente”, es el lema del fundador. “Por supuesto que siempre gana su equipo”, bromea por lo bajo su hija Matilde, profesora de educación física y directora de la Fundación Emprendimientos Rurales de Los Grobo. Matilde vive a pocas cuadras del padre, en una casa con un enorme portón gris que la cubre y no deja verla desde afuera. Su marido es Juan Goyeneche, director ejecutivo de Los Grobo, a cargo de los molinos harineros. Andrea, la hermana mayor de Gustavo, es licenciada en economía y directora de administración y finanzas. Está casada con Walter Torchio, un concejal kirchnerista del pueblo, que también trabaja en la empresa. Ambos viven en un caserón con ladrillos a la vista junto a la casa de Adolfo. La otra hermana, Gabriela, artista y licenciada en comunicación, es la única que vive en las afueras, en el campo. De todos modos, hay poquísima distancia entre el campo y el pueblo. Y en el pueblo, como en todo pueblo, todos viven a pocas cuadras del otro.
Gustavo eligió vivir en la que fue la casa de sus padres, a dos cuadras del centro: plaza, iglesia, farmacia, banco y algunas instituciones comunitarias. “La mitad del pueblo los quiere y a la otra mitad les son indiferentes”, asegura el chofer que me lleva al hotel. La mujer que atiende el quiosco que está frente a la plaza dice que los Grobo hicieron mucho para mejorar las escuelas, pero que lo hicieron por necesidad. La juguetera, en cambio, prefiere callar y hace el gesto de boca cerrada. Paula, la mujer de Grobo, abre la puerta de su casa en pantuflas, después de un largo día en el campo, aunque no labrando la tierra sino labrando números en la computadora, bajo el techo y entre las paredes de modernas oficinas que no desentonarían en Wall Street. El mobiliario de la casa es sencillo, nada opulento. En el living hay un piano vertical que, por ahora, no usa nadie más que algún visitante. En una pared, un cuadro que compraron en Uruguay de un pintor no muy conocido, abstracto y con la tela ondulada por el óleo.
Es el turno de Paula: “Tuve mis chicos en el hospital público de Casares. Me acuerdo de que cuando nació nuestra primera hija estaba toda la familia en la puerta del hospital, esperándonos. Todos paraditos en formación. Hacía quince días que no había agua en Casares y la tuve que bañar con agua mineral”, recuerda, y pide que por favor no ponga el nombre de sus hijos. “Por seguridad”, dice. Mientras, sentado a su lado, su hijo se esconde detrás de una laptop y Florencia, la perra, se desparrama en el piso. Paula trae un platito con quesos cortados en cuadraditos y Gustavo se desparrama también en un sillón. “Cuando mis chicos eran chicos fui a hacer un curso de madre profesional a Filadelfia”. Un curso donde le enseñaban cómo manejarse con sus niños, cómo ser una buena madre, una idishe mame hecha y derecha. Un perfecto curso para una madre judía. “Cuando volví de Filadelfia, le di instrucciones a Soraya, mi empleada doméstica desde hace diez años. Le dije cómo tenía que atender a mis nenes”, cuenta Paula, sin especificar demasiado, mientras pasa las hojas del álbum de fotos. Allí se lo ve a Gustavo, en el jardín de su casa, acariciando a un ternero y dándole la mamadera a una llama llamada Florcita. También tuvieron un gallo, tres gallinas y un pony que trotaba entre las rosas, tomaba agua del inodoro y paseaba en auto con la familia. Hay fotos de Gustavo con Roberto “Kolla” Chavero, el hijo de Atahualpa Yupanqui, y con un dúo de música klezmer que invitó a tocar en Casares, pero cuyos integrantes después hablaron pestes de la soja. “Dijeron que era la plaga del mundo”, se queja Paula. “Traté de explicarles, pero igual no entendieron nada”, se enoja Gustavo.
Sentados en el sillón blanco, Paula y Gustavo están abrazados. Se besan. “Amo la soja”, confiesa Paula. “¿Sabés que se puede hacer café de soja? ¿Sabés qué se puede hacer con la proteína de la soja? Chapa plástica, vasos, autos. ¿Sabés que se pueden hacer vestidos de soja?”, ametralla Gustavo, verborrágico. “Vos comés más soja que yo, estoy casi segura”, me señala Paula. “Mirá que todos los alimentos envasados y las golosinas tienen lecitina de soja”, me revela. Casi, casi me están evangelizando. ―¿Qué haríamos si no tuviésemos la agricultura en Argentina? ¿Qué hubiese pasado si no tuviésemos esta tecnología? Esta tecnología triplicó la producción. Hablo de la revolución de la información. A la agricultura argentina le va bien porque es el único sector de la Argentina que lo entendió ―larga Grobo mientras picotea queso del platito.
-¿Y por qué conviene entonces ser un sin tierra? ―Porque, ¿para qué vas a tener plata puesta en tierra? Más vale ponerla en otra cosa. No importa de quién es la propiedad de la tierra. Si la izquierda y los grupos verdes entendiesen que la sociedad del conocimiento es una sociedad revolucionaria... La segmentación va a ser entre quienes crean en la revolución o los que no crean en ella ―sentencia Grobo, se despereza y apoya las zapatillas en el respaldo. ―¿Creés en Dios? ―No. Sólo en la revolución. 20
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