
23-Febrero-2007
Número 5 - Año I - Agosto-2004
Por Gabriela Esquivada El último Sandinista
A veinticinco años de la revolución sandinista, lo que queda, lo que se perdió y lo que puede ser Nicaragua. El triste legado de una revolución que pudo ser. Hubo un tiempo en que la violencia podía llamarse dulce, y aun-que desde el norte se expandía ya el neoliberalismo, con Margaret Thatcher y casi de inmediato Ronald Reagan, en Nicaragua una revolución armada triunfaba con el último impulso de la década del 70 —literalmente: en 1979, hace hoy veinticinco años— sobre la obscena dictadura de los Somoza. En el mundo había izquierdas y esas izquierdas se admiraban, y un escritor argentino llamado Julio Cortázar publicaba un libro titulado Nicaragua tan violentamente dulce, en cuyas páginas se lee: “Una tarde fuimos a orillas del mar con Sergio Ramírez y Tomás Borge; un niño de apenas quince años, cuyo nombre se me escapa, fue recibido calurosamente y se sumó a nuestra rueda. Guerrillero de extraordinaria puntería y audacia, había acabado con treinta hombres de la Guardia Nacional; ahora chupaba su helado y respondía sonriente a las preguntas que le hacían Tomás y Sergio. No era fácil imaginarlo de vuelta en una escuela.” El niño, sin embargo, volvió a estudiar: ahora me recibe en su despacho de abogado en Managua, al que he llegado porque otro testigo de aquel encuentro, el poeta Ernesto Cardenal, ministro de Cultura en la Nicaragua sandinista, escribió en La revolución perdida que el nombre que se le escapaba a Cortázar era Marcos Sándigo. los mismos sandinistas. Y eso fue lo que ocurrió. Y uno de los principales que lo hicieron fue Tomás Borge”. Así que, por este lado, la reconstrucción de la escena marina con niño y helado parece imposible. Por lo demás, el ex vicepresidente Sergio Ramírez renunció al Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN), que el ex ministro del Interior Borge tutela hoy como vicesecretario general. En su salida definitiva de la política, directo hacia la literatura que fue su primera pasión, Ramírez fundó un Movimiento de Renovación Sandinista (MRS) donde hoy quedaron figuras célebres de los años idos, como la comandante Dora María Téllez. Pero él ya no. Él publicó novelas extraordinarias como Castigo divino o Sombras nada más, y una memoria de título tan elocuente como la de Cardenal: Adiós, muchachos. Cortázar lleva veinte años muerto. Su imagen no se le borra a Sándigo de la memoria: “Sí, tuve el honor”, dice. “Usaba barba y el pelo un poquito largo. Su esposa, doña Carol, nos tomó fotografías. Él me preguntó por qué me había metido a la revolución; yo le pregunté qué opinaba de Lenin, de la Unión Soviética, de Fidel, del Che Guevara. En un momento me dijo: ‘No sigo porque me devolvés preguntas muy difíciles’. A veces yo era muy indiscreto. Así fui aprendiendo.” NO FUE fácil llegar al despacho de Sándigo, porque en Managua las direcciones no se limitan a la vulgaridad de una calle y un número. “De la Iglesia del Carmen, una cuadra abajo, casa verde”, me indicará uno de los entrevistados. “Del FISE en Altamira, una cuadra al lago y dos arriba”; “del Comedor de la UNAN, dos cuadras al sur, casa esquinera, portón negro a mano derecha.” Incluso hay direcciones que tienen como referencia básica el Hospital El Retiro, desaparecido durante el terremoto de 1972 que borró el centro de la ciudad.
No fue fácil llegar, pero una vez en el despacho de Sándigo uno de sus cuatro hijos abre la puerta: Marcos Joaquín, tan fanático de un club de fútbol argentino que escribe “Boca campeón” debajo de su firma en los e-mails. Sándigo se ríe: le alegra que sus hijos gocen de lo que llama “una infancia normal”. Él no tuvo juguetes ni televisor donde ver dibujos animados. “Después ya no me fueron gustando, ya me sentía adulto. Cuando triunfó la revolución, yo, que tenía catorce años, sentía que mandaba.” Viajó por Europa, junto con otros dos niños guerrilleros, representando al nuevo poder: “Íbamos de verde olivo y boina, con pistola y granada”. Subieron al avión con tamales y queso, ignorando que les servirían comida. En la primera escala, México, encontraron una ceremonia militar y se hicieron a un lado para dejar pasar al homenajeado, quienquiera que éste fuera; pero la gente importante a la que esperaba el presidente José López Portillo eran ellos. Se rascaron la cabeza: el asombro, pero también los piojos. Sándigo nació en San Marcos, el mismo pueblo de Anastasio Somoza García, fundador de la casa dictatorial, aquél que pasó de falsificador de monedas a jefe de la Guardia Nacional que los Estados Unidos inventaron como requisito para terminar su invasión, aquél que mandó matar al héroe antiimperialista Augusto César Sandino, aquél que murió en 1956 —en plena campaña electoral para su eterna reelección, perfumado de Eau de Vétiver— a manos del poeta Rigoberto López Pérez en León, la ciudad de otro poeta, Rubén Darío. Lo sucedió brevemente su hijo Luis, apodado El Bueno, y a la muerte de éste la dinastía se continuó con Anastasio, acaso llamado El Malo porque prometía “para los amigos plata, para los enemigos plomo, para los indiferentes palo”. Fue el último de los santos patronos de Nicaragua: a tiros lo sacaron los herederos de aquel general de hombres libres al que mandó matar su papá.
Sándigo creció en la más extrema pobreza, mantenido con sus hermanos por una madre sola y sin recursos. “A los tres años yo ya iba con ella a cortar café. Después empecé a lustrar botas, a vender periódi-cos.” El hambre lo empujó a la lucha —“muchos días no comíamos, porque no teníamos”— y también la religión, curiosamente la misma del papa Juan Pablo II que en marzo de 1983 atacó a la revolución ante los 700.000 nicaragüenses que oyeron su misa en Managua. “Encontré una analogía entre el cristianismo y la revolución: la lucha contra la injusticia. Me metí al combate antes de cumplir doce años.” Pesaba 35 kilos y nunca había usado zapatos. Los guerrilleros más gran-des temían que resultara un estorbo. Sólo confió en él Joaquín Cuadra, quien luego del triunfo sería jefe del Estado Mayor General. Cuadra cumpliría el difícil papel de reorganizar el ejército cuando la oposi-tora Violeta Barrios de Chamorro desalojara al sandinismo del poder en 1990, y renunciaría al FSLN en el 2000 por disentir con Daniel Ortega.
Lo tomó a su cargo como el padre que nunca cuidó a Sándigo; lo obligó a completar los estudios y a entrenarse en la Unión Soviética para formalizar su carrera militar. Pero terminada la guerra que los Estados Unidos manejaron a control remoto a través de la Contra —y que sumó 20.000 muertos a los 40.000 que le había costado a Nicaragua la insurrección contra el somocismo—, Sándigo comprendió que se había acercado a las armas por necesidad y por una causa, y que ya nada lo retenía en la vida militar. De nuevo intervino el general Cuadra: “Tú tienes material para abogado”, le dijo. Las elecciones de 1990 sacudieron la historia de Nicaragua como el atroz terremoto de 1972 había sacudido a su capital. Por la avenida Roosevelt, la calle comercial, la del trasiego de gente y de cosas, ahora no hay nada: parece una sucesión de parques, que en realidad son meros baldíos con asentamientos precarios de gente. Son trabajadores de Chinandega —un centro de la costa occidental donde las multinacionales explotan el banano— que reclaman el apoyo del presidente Enrique Bolaños porque un insecticida, el nemagón, les causa cáncer, ceguera, malformaciones en los bebés. “Pero este gobierno es muy flojo, es el que más cede a los gringos, a diferencia de doña Violeta, que se les plantaba”, me ilustra un conductor de taxi.
“Ironía de la historia”, llama Carlos Fernando Chamorro al triunfo de su mamá en 1990. Todo el mundo daba por ganador al sandinismo, empezando por él, que dirigía Barricada, el periódico oficial del FSLN. Para entonces su familia —la esposa y los hijos del periodista Pedro Joaquín Chamorro, perseguido por el somocismo y asesinado por sus sicarios en 1978— se había dividido, como todo el país, en revolucionarios y contrarrevolucionarios. Cuando se supo que la Unión Nacional Opositora (UNO) obtenía el 53 por ciento de los votos contra el 41 del sandinismo, hubo desconcierto, y lágrimas, y también un digno reconocimiento de los resultados por parte de Daniel Ortega. La revolución había bajado el analfabetismo del 54 al 12 por ciento; había produ-cido una reforma agraria favorable al campesinado; había estatizado centros claves de producción hasta entonces monopolizados por la plutocracia somocista; había popularizado el acceso a la salud. Entonces, ¿qué pasaba? Pasaba que a los nicaragüenses les estaban matando a los hijos en la guerra. Muchos esperaron que en su discurso de cierre de campaña Ortega anunciara el fin del servicio militar obligatorio, y creen que su silencio selló los resultados. Sin embargo, según afirma Ramírez en Adiós, muchachos, tal promesa nunca había sido considerada. Desde que Reagan llegó a la presidencia de los Estados Unidos, al año de iniciada la revolución, alimentó a la Contra con cuantiosos recursos, aprobados por el Congreso norteamericano y también silenciosamente desviados de la venta de armas bajo cuerda a Teherán, maniobra del capitán Oliver North —actual conductor de radio en Virginia— conocida como el Escándalo Irán-Contras. Para esa repetición de David y Goliat, al Ejército Popular Sandinista no le alcanzaba con los voluntarios.
Hubo quien le vio el lado bueno a la pérdida del poder. “Las elecciones no me causaron gran trauma”, recuerda Henry Ruiz, uno de los nueve miembros de la Dirección General del FSLN, un héroe que se batió ocho años en la montaña bajo el seudónimo de Comandante Modesto. “Pensé que había sido como ganar y perder a la vez. Porque nos íbamos a quitar de encima a los gringos y luego volveríamos para reconstruir el país.” A Ruiz solía sobrarle el optimismo. “Si caigo, otro me va a seguir”, decían algunos en la guerrilla, pero Modesto aseguraba que no, que él no iba a caer. En 1990 creyó que, tras permitir la alternancia en el poder, el sandinismo lo recuperaría. En 1994 intentó disputarle el liderazgo al secretario general Ortega, quien hasta la fecha sigue conservando no sólo ese puesto, sino también la candidatura en cada elección presidencial, aunque ya ha perdido tres. El optimismo de Ruiz se agotó en el 2000, cuando renunció al partido. Para entonces el FSLN había hecho uno de sus movimientos más discutidos: el pacto con el Partido Liberal, la antigua agrupación de Somoza que el presidente Arnoldo Alemán recicló y empleó como trampolín para arrojarse, cual Rico McPato, sobre los cien millones de dólares —estiman los fiscales— que malversó y que lo condujeron a la celda donde hoy se encuentra. “Cuando me hablan de izquierda y derecha, siento que esa oratoria no representa la realidad política”, dice Ruiz, que se hizo socialista en su Jinotepe natal. “Por eso estas dos fuerzas políticas pudieron ensamblarse en un pacto. Y construyen una institucionalidad que nos hace daño a todos los nicaragüenses. Somos el segundo país más pobre de América Latina, detrás de Haití. Tenemos más de un millón de nicaragüenses en el extranjero y nuestro principal ingreso de divisas proviene de esa ex-portación de personas: los 700 millones de dólares que envían a sus familias.”
LA POBREZA se destaca aún más que la enorme silueta de Sandino levantada por Cardenal y que domina la Loma de Tiscapa, donde estuvo el centro de poder de los Somoza. Dicen las estadísticas que el 45,8 por ciento de los 5,2 millones de nicaragüenses vive con menos de un dólar al día. En un semáforo, una mujer con remera de Thalía y visera —pega duro el sol, horas y horas en una esquina— vende balizas, anteojos, fundas para celulares, perchas; mientras dos niños piden dinero, un señor ofrece periquitos y monos. Un bebé corre, completamente desnudo, en el patio de una casa abandonada tras el terremoto, tomada como tantas por gente sin techo. Los balcones rotos y torcidos, los huecos tapados con chapas y lienzos, la marea de niños: el conjunto anuncia una tragedia inminente. Camino a Masaya veo carros tirados por caballos y en un momento pierdo la cuenta de todos los carteles que dicen “Se vende”.
A un costado de la carretera, frente a la residencia privada del presidente Bolaños, está la entrada al Parque Nacional Volcán Masaya, sobre el cual una cruz recuerda a los indios rebeldes arrojados allí por los españoles, y a los opositores a quienes el somocismo daba idéntico destino. Mejor dar vuelta la cabeza y observar, al fondo, junto a Managua, la silueta de otro volcán, sobre el que escribió Rubén Darío: ¡Oh Momotombo ronco y sonoro! Te amo Masaya está en el centro de la historia de la revolución sandinista: hacia allí se replegaron los guerrilleros tras diecinueve días de toma de Managua para preparar la ofensiva final. Todos los años se reconstruye ese trayecto, en una fiesta móvil. En Masaya queda Monimbó, el barrio indígena donde tuvieron lugar los primeros levantamientos de gente con las famosas máscaras pintadas a mano. Sigue siendo un territorio sandinista, a juzgar por el cartel que proclama todavía —y servirá también para la campaña electoral del año entrante— “Monimbó con Daniel Presidente”. Todo el mundo lo conoce como Mercado Popular de Masaya, pero se llama Mercado Ernesto Fernández, en honor a un héroe de la revolución. En el interior de esta especie de zoco —callecitas sinuosas con tiendas atiborradas de mercadería: carne o martillos, zapatos o quesos, escobas o agua helada— su efigie yace olvidada en un patio que funciona como depósito informal. En el comedor de doña Teresa López Mejía, los hermanos Rommel Germán y Marlon José Quirós le dan la espalda a la memoria del guerrillero, a sus hazañas, a sus fechas. Doña Tere, como la llaman los Quirós, desde hace veinticuatro años enciende su cocina a las seis de la mañana. Opina que el mercado ha crecido por la falta de trabajo: “Se saca para la comida, la luz”. Sus amigos, vendedores de lotería, asienten. Recuerda que durante la década del 80 ocultaba el arroz y los frijoles porque todo estaba racionado, y que el desodorante nacional —llamado, con involuntaria mordacidad del fabricante, Toque Final— era alcohol puro que incendiaba las axilas. Los Quirós se ríen a gritos. —Es cierto, no había nada importado. Pero estábamos mejor porque teníamos beneficios: salud, aguinaldo, vacaciones —enumera Marlon. —Zapatos, capotes, gorras —completa su hermano, acaso porque una nube oscura ha tapado el sol, y su venta de lotería es ambulante—. Desde la Violeta nos quitaron todo. Ahora dan limosna. Antes éramos trabajadores. EN ESA SÍNTESIS sencilla se halla la gran herencia de la revolución, según Dora María Téllez: “La noción de derechos sociales, políticos, económicos, humanos. Antes del triunfo de la revolución, el ciudadano no sabía que los tenía”. A los veintiún años participó en la toma del Palacio Nacional de Managua —cuarenta y cinco horas de negociaciones, con los diputados del somocismo como rehenes, que terminaron con la liberación de medio centenar de presos políticos—; a los veintidós tomó la ciudad de León, que se convirtió en la transitoria capital de Nicaragua libre. “Una élite puede recomponer el Estado, rearmar la Constitución”, sigue Téllez, y acaso vaya allí una indirecta contra el pacto liberal-sandinista que produjo una reforma. “Pero el límite de la élite es la conciencia del ciudadano. Es lo que pasó con la corrupción. Cuando la gente asumió que se trataba de una lesión de sus intereses como ciudadanos, se pudo meter preso a un ex presidente de enorme popularidad.” reforma agraria en un proceso preciso, depurado y exacto, con información satelital. Mientras tú andas con tu aparato midiendo según la señal del satélite, los terratenientes te caen encima, porque no están dispuestos a soltar su filete. Las revoluciones dan grandes brochazos, rar, rar, rar, y después ya se viene acomodando la sociedad durante años. El conflicto de la propiedad se está moviendo, y va a seguir, pero ya no está en la guerra: está en el sistema judicial."
En su Crónica del asalto a la Casa de los Chanchos, publicada al mes siguiente del asalto al Palacio Nacional, Gabriel García Márquez la describe como “una muchacha muy bella, tímida y absorta, con una inteligencia y un buen juicio que le hubieran servido para cualquier cosa grande en la vida”. La ex ministra de Salud sandinista sigue tímida y absorta, pero su belleza se ha opacado en los días de esta entrevista por dos pérdidas queridas: anda así no más, en un Levi’s 505 que le queda grande. Su inteligencia y su buen juicio la llevaron a separarse del FSLN cuando creyó que el cambio que requería el partido era imposible desde adentro: “Es un partido bien atrasado. Depende de un caudillo y la base. Si hoy pones a diez sandinistas en fila y les preguntas qué tipo de seguridad social proponen, vas a tener diez respuestas. No ha construido consensos en torno a los problemas del país”. Actualmente Téllez preside el MRS que hace alianzas con el FSLN —por ejemplo, para las elecciones comunales de este año— y que ella cofundó con Sergio Ramírez cuando se votó la discutida reforma constitucional. Pero el paso de Ramírez fue breve: “Me retiré totalmente. La política para mí es un asunto de determinados momentos: los comebacks, como la permanencia, son fatales. Decidí que iba a dedicar mi vida a la literatura, adonde siempre pertenecí, y no a esa lucha que muchas veces se vuelve estéril". —¿Sufrió desencanto? —Mucho desencanto. En el último informe de las Naciones Unidas sobre la democracia en América Latina, el 43 por ciento de los encuestados dice que no importa que alguien robe, si hace algo. Es un criterio escalofriante y muy extendido en la cultura política. Y viene a ser una gran telenovela de la corrupción, porque la gente piensa que si alguna vez tiene poder, hará lo mismo. —¿Qué posibilidades de perdurar tiene la herencia ética de la revolución? —Cero. Si trabajo en una empresa y me ofrecen una comisión del dos por ciento sobre una compra de maquinarias, que me permite echar en la bolsa 50.000 dólares, ¿por qué la voy a rechazar? Sería un tonto. Revertir esa malversación ética va a costar muchísimo. EDÉN PASTORA cree estar en ese camino. Ha colgado frente a su casa, a lo ancho de la calle, un cartel que dice “Honestidad”, y allí mismo organizó su primera marcha contra la corrupción. “Nos reunimos 1.700 y después unos 15.000, y ahí me metí a la política.” Suena rara esa expresión en el famoso Comandante Cero que tomó el Palacio Nacional con Téllez y que fue la primera cara visible del sandinismo; aquél que perdió a su padre, campesino, bajo el fuego del primer Somoza; aquél que dejó la carrera de medicina en México —que le costaba a su madre 80 dólares mensuales, juntados arduamente cosiendo pantalones, camisas, enaguas— para integrarse a la guerrilla.
Al triunfar la revolución, la Dirección Nacional del FSLN le desperdigó la tropa de su heroico Frente Sur y lo excluyó del poder. “Pero a mí no me volteó eso: me golpeó la marginación. Y cuando el Frente puso en peligro la seguridad del Estado, dejando de ser sandinista al alinearse con uno de los imperios, tuve que enfrentarlos. Entonces me volví un disidente. Fuerte, porque hubo sangre de por medio. Fundé la Alianza Revolucionaria Democrática, ARDE." Pastora perdió interés para los servicios norteamericanos porque no se unió a la Contra de los ex somocistas, establecida en Honduras. Cuenta la leyenda que la bomba que lo malhirió en 1984, en una conferencia de prensa donde murieron cuatro personas, habría sido Made in USA. En 1986 dejó de combatir a los sandinistas y en 1990 volvió a Nicaragua, donde sigue defendiendo lo que hizo: “Me lo reconoció Tomás Borge: ‘Gracias a Dios que se te ocurrió esa locura genial de hacer ARDE. Tú obligaste a los gringos a negociar, al no aliarte con la Contra en el norte’. Yo le pido que lo diga en público, y se me tira una carcajada: ‘Sigues siendo el mismo’”. Pastora, en cambio, cree que Borge no sigue siendo el mismo: “Aquí entramos con las mochilas vacías y él las tiene llenas de dólares”. Es el ríspido asunto de la piñata. En su memoria de la revolución, Ramírez distingue “la transferencia justa de miles de viviendas y terrenos del Estado, mediante las Leyes 85 y 86, a las familias que las habían habitado por años como inquilinos, y de fincas a beneficiarios de la reforma agraria que aún no tenían sus títulos en regla”, de aquel otro traspaso “de edificios, empresas, haciendas y participación de acciones a manos de terceros que, supuestamente, quedaban en custodia de esos bienes para pasarlos al FSLN, que terminó recibiendo casi nada. Muchas nuevas y grandes fortunas nacieron de todo lo que se quedó en el camino”. Tomás Borge —aquel amigo de Cortázar que com-partió la salida playera con el niño Sándigo—, actual número dos del FSLN y titular de su Congreso Interno, diputado y presidente de la Comisión de Turismo, responde a las críticas: —La piñata ha sido calumniada, porque fue el intento de legalización de lo que la revolución distribuyó. Es un instrumento de los enemigos del Frente Sandinista para tergiversar la verdad acerca de lo que se hizo con los bienes del pueblo. —¿Pero no hubo abusos? —Hubo excesos, violaciones a las normas morales. Algunos se aprovecharon de la piñata —sandinistas y no sandinistas— para apropiarse de bienes y legalizarlos a su favor. —Ernesto Cardenal escribió que la revolución fue derrotada por sus dirigentes. —Ernesto Cardenal es un gran poeta y tiene buenas posiciones hacia la revolución cubana y la revolución venezolana. Pero su actitud crítica contra el Frente Sandinista se origina en un resentimiento personal, absolutamente injustificado, con Daniel Ortega. Criticar la revolución desde lugares muy cómodos y oportunistas me parece una felonía contra la per-cepción política justa. PABLO JESÚS ARAUZ MAIRENA no es un cuadro del FSLN, pero comparte cada palabra de Borge: “Para muchos la revolución dejó de ser la revolución en su corazón. Si siguieran en la lucha, si defendieran los principios revolucionarios, ¡ahí estuvieran al pie! ¿Por qué se han hecho a un lado? Ya el corazón no les dicta seguir en la lucha”. Arauz tiene cuarenta y seis años, el pelo canoso ya escaso y pasa de los 75 kilos. Pero la imagen de este hombre de Somoto, ciudad de la frontera norte, será acaso para siempre la que plasmó la fotógrafa norteamericana Susan Meiselas en julio de 1979. Arauz es allí un jovencito delgado, de patilla y barba ralas; va apretado en unos jeans y bajo la boina le asoma una mata de rulos largos. En la mano izquierda, medio vendada, sostiene un fusil. En la derecha, una botella de pepsi con una mecha encendida, fuera de foco porque está en movimiento. Lanza la molotov en ese momento, mientras otros tres compañeros lo miran, parapetados detrás de una barricada de bolsas de azúcar, amenazados por un tanque.
Esta imagen se multiplicó en cajas de fósforos y convocatorias a las Milicias Populares; inclusive en panfletos de la Contra. “Sólo los mártires aparecían en fotografías”, se queja tímidamente, acaso porque su hermano murió torturado por la Guardia Nacional en 1974. “Al mismo tiempo, internamente, me sentí halagado.” La muerte de Augusto César Arauz Mairena lo empujó a la guerrilla, pero ya lo traía en su historia: entre sus ancestros hay un cuñado del general Sandino. “Yo era estudiante: participaba en las tomas de colegios, en las manifestaciones. Fui preso siete veces. Ya estaba tan colorado que decidí irme a la montaña. Del 77 al 79 anduve en la lucha armada.” Arauz integró el Ejército Popular Sandinista hasta 1989, defendiendo a esa revolución “que es lo mejor que le pudo pasar a Nicaragua”. Él combatió a la Contra en Jalapa, Quilalí, Santa Emilia, Loma Verde, Las Cucharas, Valle Urcú, y le dolió —“en el alma, pues”— que el FSLN perdiera las elecciones de 1990. “La única alternativa que tienen el obrero y el campesino es la revolución, independientemente de que ahora se viva un proceso democrático. Porque hay mucho que decir de estos procesos... Hablan de democracia, pero defienden intereses mezquinos. Yo le hablo con mi corazón revolucionario, apegado a estos principios con los que creo que me moriré. —¿Piensa que los dirigentes del FSLN los conservan? —No sólo lo pienso: lo digo, lo siento, lo sé. Ellos defienden los principios sandinistas. Y mientras estos principios se defiendan en la Asamblea Nacional, todavía existe la revolución. —¿Usted integra la estructura del FSLN? —No, soy mecánico práctico y transportista en unos camioncitos viejos, y ya con eso sobrevivo. Cuando salí del ejército no me acogí a ningún plan, no recibí dinero ni prebendas. Mi conciencia no me lo pidió. Simplemente dije: “Así como he luchado, he logrado mis triunfos revolucionarios, ¿por qué no voy a tener la capacidad para sobrevivir en un mundo completamente diferente?”. Esa pregunta se amplía en mi cabeza: ¿por qué no tuvo la revolución sandinista la capacidad para sobrevivir en este mundo tan raro de hoy? Entre las acusaciones cruzadas de antiguos compañeros de armas y poder, la pobreza flagrante de Nicaragua, las consecuencias de la piñata, las sucesivas derrotas electorales del FSLN en las presidenciales, Arauz es hoy, más aún que en la foto de Meiselas, un símbolo de esa revolución. Pero tristemente su imagen actual parece más vieja que la de 1979: una copia sepia, una ética en peligro de extinción, un mosquito prehistórico en una gota de ámbar. 19
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